“EL
PROCESO CONSTITUYENTE EN 138 PREGUNTAS Y RESPUESTAS”
Chile,
09 de marzo 2020
Por Fernando
Atria, Constanza Salgado y Javier Wilenmann
“En este
extracto se ofrecen cuatro preguntas y el índice completo del libro para que el
lector tenga una referencia de los temas que puede encontrar.”
“Las preguntas que se incluyen en este extracto son:
¿Por qué calificar al Tribunal Constitucional de
“trampa”?
Si el problema son las trampas constitucionales, ¿no
podría solucionarse el problema solo eliminando esas trampas, sin necesidad de
una nueva Constitución?
¿Qué relación hay entre la crisis política actual y la
Constitución?
¿Qué tiene que ver la nueva Constitución con las
demandas sociales que caracterizan al movimiento del 18 de octubre?
TRIBUNAL
CONSTITUCIONAL
Pregunta 16 ¿Por qué calificar al Tribunal
Constitucional de “trampa”? ¿Acaso no existe en muchos otros sistemas democráticos?
¿Acaso no tiene su origen en la democracia, en 1970?
“El Tribunal Constitucional no es un invento de la
Constitución de 1980”, se dice, “porque fue creado en democracia, en 1970”. Por
esta razón algunos creen que es incorrecto afirmar que el Tribunal
Constitucional es una de las trampas de la Constitución de 1980.
Lo anterior supone una comprensión absurdamente
superficial de las instituciones jurídicas. Es verdad que en 1970 se creó un
órgano llamado “Tribunal Constitucional”, que operó hasta 1973; también es
cierto que en 1980 se creó un órgano llamado de la misma manera. La idea que
ahora estamos revisando sostiene que, como ambos órganos se llaman igual, son
“lo mismo”.
El Tribunal Constitucional de 1970 fue una respuesta a
la constatación de un defecto del sistema político chileno. Según este
diagnóstico, faltaba una solución institucional adecuada para el caso de que
existiera un conflicto acerca de las competencias que la Constitución entregaba
al Presidente de la República, por una parte, y al Congreso, por la otra. No
habiendo un modo institucional para resolver conflictos de este tipo (relativos
a, por ejemplo, el poder de veto del Presidente o las materias de iniciativa
exclusiva), el proceso político quedaba trabado. Fue con el objeto de destrabar
este impasse político-constitucional que se creó el Tribunal Constitucional, lo
que quiere decir que este tribunal fue creado para destrabar el proceso
democrático y permitir que fluyera, para lo cual debía resolver conflictos no
sustantivos sino que competenciales.
La Constitución tramposa prohíbe al Estado declarar
que es parte de su función realizar derechos fundamentales, incluido el derecho
a la seguridad social, y que por ello la infraestructura estatal, que existe
para eso, será utilizada sin cobrar a los ciudadanos por ese servicio.
Este tipo de Tribunal Constitucional era defendido por
Hans Kelsen, uno de los juristas más importantes del Siglo XX que es citado
habitualmente como el máximo defensor (de hecho, el inventor) de los tribunales
constitucionales. Quienes lo citan, sin embargo, cometen el mismo error de
entender que si dos cosas se llaman igual son lo mismo. Kelsen efectivamente
defendía un tribunal con facultades competenciales como las que justificaron la
existencia del Tribunal Constitucional en 1970, pero lo distinguía totalmente
de otro, uno que pudiera resolver conflictos sustantivos, es decir conflictos
acerca de la correcta interpretación de los derechos constitucionales.
Un tribunal constitucional se justificaba, según Kelsen,
precisamente porque no tenía competencias substantivas (o estas eran solo
marginales). Si las tuviera, decía Kelsen, sería un órgano cuyo poder sería
“simplemente insoportable”, pues la concepción de justicia de la mayoría de los
jueces de ese Tribunal podría ser completamente opuesta a la de la mayoría de
la población y lo sería, evidentemente, a la mayoría del Parlamento que hubiera
votado la ley. Va de suyo que la Constitución no ha querido, al emplear un
término tan impreciso y equívoco como el de ‘justicia’ u otro similar, hacer
depender la suerte de cualquier ley votada en el Parlamento del simple capricho
de un órgano colegiado compuesto, como el Tribunal Constitucional, de una
manera más o menos arbitraria desde el punto de vista político (Ver, ¿Quién
debe ser el Guardián de la Constitución?, Madrid, 2002, p. 37n).
Nótese: la validez de las leyes dependería del
capricho de un órgano compuesto de una manera más o menos arbitraria. ¿Por qué
dependerían del capricho, por qué sería arbitrario? La respuesta es simple y
para notarla no hay que elaborar teorías, sino mostrar realidades, esas que los
profesores de derecho constitucional chileno suelen ignorar.
Junto con la incapacidad para procesar con eficacia
las demandas sociales de transformación, el ciudadano puede observar otra cosa:
la política es incapaz de evitar el abuso.
Recordemos el caso de la Ley de Inclusión. Esta no se
trataba de cualquier ley: era una que recogía las demandas del movimiento
estudiantil del 2011, que había estado en el centro de la campaña presidencial
de 2013, que había sido uno de los temas centrales de la discusión pública
durante 2014 y que había sido aprobada con los altísimos quórums
correspondientes a las leyes orgánicas constitucionales a principios de 2015
(sobre los quórums de las denominadas leyes orgánicas constitucionales, véase
Pregunta 17).
Después de haber perdido en el Congreso, la derecha
impugnó esa ley ante el Tribunal Constitucional, y éste declaró, el 1° de abril
de 2015, que la Ley de Inclusión era constitucional, rechazando los
requerimientos que la derecha había presentado en su contra (sentencia rol
2787). Si la decisión del tribunal (la misma decisión, con los mismos
argumentos, los mismos ministros, los mismos votos) se hubiera dictado antes del
29 de agosto de 2014, el requerimiento se habría acogido, porque ese día cambió
la presidencia del tribunal, que dirime cuando hay empate. Y entonces la Ley de
Inclusión habría sido anulada por ser violatoria de los derechos más
fundamentales de las personas. Iguales ministros, iguales normas, iguales
argumentos, pero todo o nada dependiendo de quién es el presidente del
tribunal.
La política institucional debió asumir por su cuenta,
sin el apoyo del movimiento social, el esfuerzo de producir las transformaciones
requeridas. El segundo gobierno de Michelle Bachelet intentó hacerlo, pero al
no contar con ese apoyo quedó a medio camino, incapaz frente al fraccionamiento
de la Nueva Mayoría y la brutal oposición de la derecha.
Después de todo lo que había ocurrido, la validez de
la Ley de Inclusión terminó dependiendo de la persona del presidente del
Tribunal Constitucional. Y como el Presidente al momento del fallo era el
ministro Carlos Carmona, y no la ministra Marisol Peña, la ley fue
constitucional. Eso es “caprichoso”.
Ese “poder insoportable” ha cumplido la función de
aumentar el poder de la derecha, para lograr que lo que ella perdía en las dos
primeras cámaras lo ganara por secretaría en la tercera, la del Tribunal
Constitucional. A veces esto se hace imprudentemente explícito, como
cuando el diputado Jaime Bellolio se encogió de hombros después de perder
una votación en la primera cámara, porque sabía que su bancada era dominante en
la tercera: “no importa. Vamos al Tribunal Constitucional. Allá estamos 6/4” (en
La Segunda, 15 de octubre de 2015).
Exacto. “No importa” lo que ocurra en el Congreso. De
nuevo, que se trata de un poder insoportable lo muestran no teorías, sino la
observación de lo que pasa en la realidad.
El Tribunal Constitucional de 1980 se diferencia del
de 1970, entonces, en que existe no para destrabar el proceso democrático
decidiendo conflictos competenciales, sino para neutralizar la política
imponiendo su concepto de justicia, el que depende, por cierto, del dato
políticamente arbitrario y caprichoso de qué bancada es más grande en el
tribunal al momento de dictar sentencia, o qué ministros están presentes y no
de viaje, o quién es el presidente del tribunal en ese momento. Esto no es
gratuito ni casual. El Tribunal existe para impedir, directa o indirectamente,
la dictación de leyes que modifiquen nuestras estructuras legales más
característicamente neoliberales.
Este es un ejemplo de cómo la neutralización contenida
en las reglas constitucionales comenzó a pasar a la cultura política binominal,
haciendo que nuestro problema hoy sea muchísimo más grave que en 1990, según
está explicado al responder la Pregunta 18.
¿ES
NECESARIA UNA NUEVA CONSTITUCIÓN?
Pregunta 18 Si el problema son las trampas
constitucionales, ¿no podría solucionarse el problema solo eliminando esas
trampas, sin necesidad de una nueva Constitución?
Esta pregunta tiene dos respuestas: la primera es que
como la Constitución solo puede ser modificada por un quórum exageradamente
alto, tal que si esa exigencia no se cumple el texto vigente continuará, no es
posible mediante reformas eliminar las trampas que están vivas. Pueden, por
cierto, eliminarse las que ya se han gastado, como el artículo 8° en 1989, los
senadores designados en 2005 y el sistema binominal en 2015. Es que las trampas
cuando están vivas tienen el sentido preciso de dar a la derecha un poder
inmune a los resultados electorales, pero solo pueden ser eliminadas con el
acuerdo de la derecha. Esto implica que, mientras ellas afecten de verdad la
distribución del poder, no habrá “grandes acuerdos” para modificarlas.
La segunda respuesta es que, aunque en la década de
los 90 el problema era la existencia de reglas tramposas, treinta años después
el problema es mucho más grave, porque la neutralización que estaba originalmente
contenida en las reglas constitucionales pasó (sin dejar de estar todavía en
las reglas constitucionales, como nos lo recuerda cada cierto tiempo el
Tribunal Constitucional) a definir la cultura política binominal. El conflicto
hoy no se reduce a las reglas tramposas, sino a la cultura política que
floreció bajo ellas (lo que suele llamarse “duopolio”, y que aquí se denomina
“política binominal”). Esto quedó tan claro como es posible después del segundo gobierno de Michelle Bachelet, que había asumido un
proyecto transformador que correspondía a las demandas del movimiento de 2011.
Con dicho proyecto ganó las elecciones presidenciales y obtuvo mayoría en ambas
cámaras. Las condiciones para una transformación eran tan auspiciosas como
era posible esperar que fueran. Sin embargo, el intento resultó en fracaso:
fracaso parcial en el caso de la transformación educacional y fracaso completo
en el caso de la nueva Constitución. La enseñanza que dejó la experiencia de
ese gobierno fue clara: la política binominal es simplemente incapaz de
transformar, de tomar decisiones relevantes en aspectos controvertidos. Si
de lo que se trata es de una transformación del modelo neoliberal, es necesaria
una cultura política nueva. Solo una nueva Constitución puede aspirar a eso. De
hecho, este es el criterio de éxito de la nueva Constitución: si la política
del día después de la nueva Constitución es la misma política a la que estamos
acostumbrados, tendremos que decir que el proceso constituyente, aunque haya
producido un texto nuevo, fue un fracaso (véase la respuesta a la Pregunta 12).
Por último, es importante dar cuenta de la magnitud
del problema de legitimidad que viven las instituciones chilenas, incluyendo
todas sus instancias de representación política, lo que se manifestó en el
“estallido” del 18 de octubre. Gran parte de la ciudadanía ya
no confía en el Congreso ni en los partidos políticos, mientras la Presidencia
de la República ha vivido un proceso de deslegitimación que ha devenido extremo
en la presidencia de Piñera. Sin que los ciudadanos acepten el
poder que es ejercido por sus representantes, las instituciones simplemente no
funcionan o funcionan mal. Y ello tiene consecuencias reales, como muestran los
hechos dramáticos post-18 de octubre. Dada la magnitud de la crisis, terminar
de a poco con las patologías que afectan al sistema político chileno ya no es
una opción, y se requiere de un proceso de reinversión en legitimidad. Eso es
un proceso constituyente.
LA CRISIS
ACTUAL Y LA CONSTITUCIÓN
Pregunta 21 ¿Qué relación hay entre la crisis política
actual y la Constitución?
La Constitución tramposa consistía en una decisión de
neutralización, de incapacitación. Una política así neutralizada muestra dos
consecuencias que se harán cada vez más notorias desde la óptica del ciudadano.
La primera es que será una política incapaz de procesar adecuadamente demandas
sociales de transformación. Cada vez que surja una
demanda de ese tipo, entonces, la política mostrará esa incapacidad. Incluso en
situaciones de presión dramática, como hemos visto desde el 18 de octubre, esa
incapacidad se hace manifiesta, ya que buena parte del esfuerzo del Congreso se
desgasta en confrontaciones y las transformaciones sustanciales que
demanda la ciudadanía que convierten en procesos de negociación por pequeñas
concesiones. A veces, esas concesiones pueden tener efectos relevantes, pero
ellos son completamente insuficientes frente a la magnitud de la crisis y,
sobre todo, es imposible ver en ellos un programa de transformación serio. Es
que el sistema político no está diseñado en Chile para eso y además sus actores
están acostumbrados a que no sea así.
La forma en que esto será visto por el ciudadano será
diversa según el caso: a veces, observará que la política simplemente ignorará
el contenido político de una demanda (como lo ha hecho por 30 años con la
demanda de reconocimiento del pueblo mapuche, con todo el daño que esa
indiferencia ha causado en términos de la agudización del conflicto); otras
veces, notará que estas demandas de transformación son distorsionadas, porque
son tratadas como si fueran solo demandas por lo que la política binominal
aprendió a llamar “perfeccionamientos”.
El movimiento social, (luego de la experiencia de
2006) empezó a distanciarse de la institucionalidad política, en lo que
significaba una crisis de legitimidad para ésta. Esta crisis se hizo sentir en
el movimiento de 2011, que ya había aprendido a no esperar nada de las
decisiones institucionales.
Es útil detenerse en esto y en las consecuencias que ha
tenido, porque al hacerlo podremos entender el desarrollo de la crisis de
legitimación causada por la Constitución tramposa, al final de la cual nos
encontramos hoy. El movimiento secundario de 2006 (el movimiento “pingüino”)
tenía entre sus principales demandas la derogación de la LOCE, ley orgánica
constitucional de enseñanza (dictada el 10 de marzo de 1990, el último día de
la dictadura). El primer gobierno de Michelle Bachelet buscó salir al paso de
esta demanda y efectivamente logró derogar la LOCE en 2008, reemplazándola por
la Ley General de Educación, LEGE. El proyecto original de lo que sería la LEGE
contenía disposiciones genuinamente transformadoras, como la que eliminaba la
selección escolar y la provisión con fines de lucro. Estas disposiciones, sin
embargo, fueron eliminadas como condición para obtener los 4/7 que el proyecto
de ley requería en su tramitación parlamentaria. Lo que se promulgó como LEGE,
entonces, mantuvo, en lo sustancial, las características de la educación de
mercado que definía la LOCE.
Es interesante recordar que al acto de derogación de
la LOCE y promulgación de la LEGE asistieron celebratoriamente los dirigentes
del movimiento secundario. Es decir, el movimiento social todavía miraba a la
política institucional como capaz de procesar sus demandas. Pero esto no
sobrevivió a la creciente conciencia de que la LEGE no había transformado nada.
El movimiento social, entonces, empezó a distanciarse de la institucionalidad
política, en lo que significaba una crisis de legitimidad para ésta. Esta
crisis se hizo sentir en el movimiento de 2011, que ya había aprendido a no
esperar nada de las decisiones institucionales. Y entonces la política
institucional debió asumir por su cuenta, sin el apoyo del movimiento social,
el esfuerzo de producir las transformaciones requeridas. El segundo gobierno de
Michelle Bachelet intentó hacerlo, pero al no contar con ese apoyo quedó a
medio camino, incapaz frente al fraccionamiento de la Nueva Mayoría y la brutal
oposición de la derecha, acostumbrada a comparar con Corea del Norte y Alemania
Oriental todo lo que no es neoliberalismo extremo. El año 2011 se produjo un
nuevo momento en la deslegitimación de la política institucional, cuyas
consecuencias se apreciaron en 2019, cuando irrumpió un movimiento que había
aprendido a desconfiar no solo de la real capacidad transformadora de la
política institucional, sino de toda mediación política.
Una política neutralizada muestra dos consecuencias
que se harán cada vez más notorias desde la óptica del ciudadano. La primera es
que será una política incapaz de procesar adecuadamente demandas sociales de
transformación.
Junto con la incapacidad para procesar con eficacia
las demandas sociales de transformación, el ciudadano puede observar otra cosa:
la política es incapaz de evitar el abuso. Es que se trata de una política
débil, por neutralizada. Y una política débil es incapaz
de enfrentarse a poderes fácticos poderosos, el principal de los cuales es hoy
el poder económico. Esto quiere decir que ella solo puede hacer lo que el poder
económico está dispuesto a aceptar, como lo terminó de mostrar el
caso SERNAC: el poder económico estuvo dispuesto a aceptar un SERNAC débil, que
pueda dar poca protección al consumidor frente al abuso de las empresas, pero
no uno fuerte, capaz de proteger al consumidor con eficacia. Lo muestra también
el hecho de que las ISAPREs lleven más de una década siendo condenadas en más
de un millón de juicios porque suben sus planes en violación de los derechos
constitucionales de sus afiliados, ante la indiferencia del legislador; y
también lo muestra el hecho de que la política institucional no puede tomarse
en serio la posibilidad de un sistema de pensiones sin AFP, pese a que cientos
de miles de personas marchen contra ellas. Lo que resulta de todo
esto, desde la perspectiva del ciudadano, es claro: la política es un
instrumento del poder económico o, peor aún, la política está coludida con el
poder económico en perjuicio del ciudadano. Esto ha agudizado la
crisis de legitimación que sufre la política institucional, llegando a la
situación actual en que esa deslegitimación es tan aguda que el solo hecho, por
ejemplo, de que el Acuerdo del 15 de noviembre haya sido acordado por los
partidos políticos lo hace sospechoso frente a la ciudadanía.
LAS DEMANDAS
DEL 18 DE OCTUBRE
Pregunta 22 ¿Qué tiene que ver la nueva Constitución
con las demandas sociales que caracterizan al movimiento del 18 de octubre?
“La nueva Constitución”, se dice, “no tiene relación
con las demandas que han surgido desde el 18 de octubre”, que se refieren a
cuestiones de rango legal.
Sin embargo, que algo sea de rango legal no implica
que no tenga una dimensión constitucional en la Constitución tramposa (véase
Pregunta 17). Y en todo caso, la que hoy es la más visible de las trampas
constitucionales, el Tribunal Constitucional (véase Pregunta 16) ha operado
intensamente para neutralizar los intentos de proteger a los ciudadanos del
abuso.
En efecto, fue inconstitucional el fondo solidario del
AUGE; cambiar la definición de empresa para enfrentar el abuso del multirut; la
titularidad sindical; fortalecer al SERNAC para proteger eficazmente al
consumidor; que las entidades privadas con convenios con el Estado debieran dar
a las mujeres las prestaciones médicas lícitas que requirieran; prohibir a las
empresas controlar universidades privadas, etc. En todos estos casos se buscaba
enfrentar diversas formas de abuso en perjuicio de poderes fácticos, pero la
Constitución estuvo del lado de estos últimos, no de los ciudadanos.
Si de lo que se trata es de una transformación del
modelo neoliberal, es necesaria una cultura política nueva. Solo una nueva
Constitución puede aspirar a eso.
Pero la cuestión es más profunda, porque se refiere a
la cultura política que ha florecido bajo la Constitución tramposa (véase
Pregunta 18). Una de las características de esa cultura es la idea de un Estado
subsidiario, que en Chile (aunque no en el resto del mundo, como protestan
confundidos los defensores del principio de subsidiariedad) significa neoliberalismo
(véase Pregunta 121). Comentando la creación de un “ente” administrador del 4%
adicional de ahorro previsional, el profesor Arturo Fermandois (en El Mercurio,
31 de mayo de 2019), explicaba que cualquier órgano público
que se creara debía actuar “en una igualdad competitiva con los particulares”,
excluyendo, por ejemplo, “el uso gratuito de infraestructura estatal”. El
Estado, decía, puede administrar fondos previsionales, pero como si fuera una
empresa, compitiendo con los agentes privados.
La Constitución tramposa prohíbe al Estado declarar
que es parte de su función realizar derechos fundamentales, incluido el derecho
a la seguridad social, y que por ello la infraestructura estatal, que existe
para eso, será utilizada sin cobrar a los ciudadanos por ese servicio. La
ortodoxia constitucional, expresada por el profesor Fermandois, impone al
Estado el deber constitucional de asegurar las condiciones de la competencia,
incluso en pensiones. Por eso afirma que, desde el punto de vista
constitucional, el deber fundamental del Estado es asegurar las condiciones del
mercado antes que asegurar la realización de los derechos sociales.
El conflicto hoy no se reduce a las reglas tramposas,
sino a la cultura política que floreció bajo ellas (lo que suele llamarse
'duopolio', y que aquí se denomina 'política binominal').
Esta idea es parte, decía el profesor, de los
“elementos constitucionales básicos”. Ella excluye la posibilidad del
reconocimiento real de los derechos sociales a la seguridad social, la educación,
la protección de la salud, etc. Y exige una comprensión neoliberal de estas
esferas, transformadas en esferas de mercado. Hay quienes creen que
mercantilizarlas es la mejor manera de organizarlas, pero es evidente que esa
mercantilización está, al menos en parte, detrás del “estallido” del 18 de
octubre; y es también evidente que habemos muchos que creemos que eso no es la
realización, sino la negación de los derechos sociales.
La crisis política que vivimos es consecuencia de un
modelo neoliberal que está constitucionalmente asegurado. Mientras no haya
nueva Constitución, ella no tendrá solución.